El sol abrasador se ponía, tiñendo la sabana de tonos dorados y anaranjados.
Los turistas regresaban al campamento tras un largo día de safari cuando uno de ellos, un hombre llamado Álvaro Herrera, percibió un movimiento extraño cerca del río.
Una sombra enorme se debatía en las aguas turbias, y solo al mirar con detenimiento, Álvaro comprendió que era un león.
Un depredador colosal, el orgulloso rey de la selva, se ahogaba en el río, luchando por mantenerse a flote.
Al instante lo supo: algo andaba mal.
Los leones pueden nadar, pero este estaba claramente herido y debilitado.
Y en ese momento, cuando los demás se paralizaron de terror, Álvaro no dudó ni un segundo.
Dejó caer su mochila y su cámara, lanzándose al agua.
El río helado lo recibió con una fuerte corriente.
Sacar al león a la orilla parecía imposible: el cuerpo del animal era pesado, su pelaje empapado lo arrastraba hacia el fondo.
Álvaro tensó cada músculo, la respiración se le aceleraba con cada segundo.
Pero la idea de que aquella bestia muriera ante sus ojos lo empujaba a seguir.
Agarró al león por el cuello y, con un esfuerzo sobrehumano, lo arrastró fuera del agua.
Finalmente, exhausto, lo llevó hasta la orilla. El león yacía inmóvil, su pecho sin moverse.
Desesperado, Álvaro se arrodilló a su lado y comenzó un masaje cardíaco.
Sus palmas golpeaban el pecho fuerte pero inerte del animal, una y otra vez.
La sangre le retumbaba en los oídos, sus manos se agarrotaban, pero siguió, apretando los dientes.
Pasaron minutos angustiosos.
Y de pronto… un aliento apenas perceptible.
Luego otro.
El cuerpo del león se estremeció, y unos enormes ojos ámbar se abrieron lentamente.
Álvaro retrocedió.
Cuando la bestia, tambaleándose, se levantó sobre sus patas, el corazón de Álvaro estuvo a punto de salírsele del pecho.
Lo sabía: ahora todo habría terminado. Estaba frente a un depredador.
El león no distinguiría entre amigo y enemigo. El instinto prevalecería.
En ese instante, el animal se acercó lentamente… y sucedió algo inesperado.
El león dio un paso hacia adelante, luego otro.
Álvaro se quedó petrificado, sin atreverse a respirar.
Y de pronto, la enorme bestia inclinó la cabeza… y lamió sus manos.
Después su rostro. Su lengua áspera era sorprendentemente cálida y viva.
Parecía que el león agradecía al hombre que lo había salvado de la muerte.
Se miraron a los ojos: un hombre y una bestia salvaje, unidos por un instante de desesperación y lucha.
Luego, el león giró bruscamente y, con paso tranquilo, desapareció entre los matorrales, disolviéndose en el bosque.
Álvaro permaneció inmóvil durante mucho tiempo, sintiendo el latido acelerado de su corazón.
Comprendió que ese día no solo había salvado a un león.
Había vivido un encuentro que lo cambiaría para siempre.