Marcos Delgado no estaba acostumbrado a caminar. Era el tipo de hombre que llegaba en un coche con chófer, rodeado de asistentes, la ciudad moviéndose a su alrededor como si le perteneciera. Pero hoy era diferente. Su prometida, Lucía Mendoza, insistió en que caminaran las últimas calles hasta su reunión—algo sobre la luz del verano siendo “demasiado perfecta para desperdiciarla”.
Iban por una calle bulliciosa cuando Lucía se detuvo de golpe. Su mano se aferró al brazo de Marcos, las uñas clavándose a través de la manga.
“Marcos”, susurró, “no mires ahora… pero hay un niño sentado al otro lado de la calle”.
Marcos siguió su mirada.
El niño estaba descalzo, encaramado en el borde de una cornisa de piedra, con las rodillas pegadas al pecho. Tenía un rostro delgado y afilado, cabello castaño claro y un hoyuelo en la mejilla izquierda—un detalle que Marcos tenía grabado en la memoria como una cicatriz. Pero sus ojos… esos le hicieron olvidar cómo respirar. Azules, profundos como el mar. Iguales a los de su difunta esposa.
No los había visto en doce años.
No desde el día en que su hijo de cinco años desapareció en un parque lleno de gente.
La voz de Lucía era apenas un hilo. “Se parece—”
“A mi hijo”, terminó Marcos, las palabras sabiendo a hierro oxidado.
La policía había dejado de llamar años atrás. Los grupos de búsqueda se disolvieron. Los carteles de desaparecido fueron reemplazados por otros rostros. Pero Marcos nunca paró. Mantenía el cuarto del niño exactamente igual—la cama sin hacer, los coches de juguete alineados en la estantería—como si su hijo pudiera cruzar la puerta en cualquier momento.
Y ahora… ahí estaba. ¿O no?
Lucía se acercó primero, agachándose frente al niño. “Cariño, ¿estás bien?”
El niño apenas alzó la vista. “Estoy bien”, murmuró, aunque su voz sonaba ronca, como si no hubiera hablado en días.
“¿Cómo te llamas?”, preguntó Marcos, con la garganta apretada.
El niño dudó. “…Dani”.
El corazón de Marcos latió con fuerza. Su hijo se llamaba Daniel.
Antes de que pudiera decir algo más, Dani miró nerviosamente hacia la calle. Un hombre alto con una chaqueta de cuero gastada salió de un callejón, el rostro torcido en un gruñido.
“¡Tú!”, gritó. “¡Vuelve al trabajo!”
Dani se levantó de un salto y salió corriendo. El hombre fue tras él. Y Marcos, sin pensarlo, corrió también.
El niño era rápido—esquivando peatones, metiéndose en callejones. Las piernas de Marcos ardían, pero el pánico en su pecho ardía más. Ya había perdido a su hijo una vez. No podía—no iba a—perderlo de nuevo.
Dani se coló por una puerta lateral de un almacén abandonado. Cuando Marcos llegó, la pesada puerta de metal se cerró de golpe. Adentro, se escuchaban voces ahogadas.
“Si vuelves a hablar con extraños, lo lamentarás”, gruñó el hombre.
“Yo no—”, la voz del niño se quebró. Un golpe seco siguió.
La sangre de Marcos se heló. Golpeó la puerta. “¡Ábrela! ¡Ahora!”
La puerta se entreabrió lo suficiente para que el hombre asomara la cabeza, esbozando una sonrisa burlona. “Lárgate, niño rico. Este chaval es mío”.
“¿Desde cuándo es legal eso?”, la voz de Marcos era fría, peligrosa.
La sonrisa del hombre vaciló. “Trabaja para mí. Se gana el pan”.
“Es un niño”, espetó Marcos. “Y aquí terminó todo”.
Lucía ya estaba al teléfono con la policía. El sonido de las sirenas resonaba en el aire. Los ojos del hombre se movieron nerviosos.
Marcos empujó la puerta de golpe. Dani tropezó hacia él, sujetándose el costado. Sin pensarlo, Marcos lo envolvió en sus brazos.
“Está bien, hijo”, susurró antes de poder detenerse. “Ahora estás a salvo”.
El niño no se apartó.
En la comisaría, Dani se sentó envuelto en una manta, evitando las miradas. Cuando un agente le preguntó su nombre completo, dudó, luego miró directamente a Marcos.
“…Creo que es Delgado”, dijo en voz baja. “Dani Delgado. Alguien me llamaba así… antes de que todo se arruinara”.
El pecho de Marcos se oprimió. No se atrevía a respirar cuando un detective lo apartó.
“Encontramos un informe de desaparición de hace doce años. Todo coincide. Confirmaremos con una prueba de ADN, pero, señor Delgado… creo que encontró a su hijo”.
Cuando llegaron los resultados al día siguiente, fue oficial.
Dani era suyo.
El antiguo cuarto del niño seguía igual—las paredes azules, los coches de juguete, la torre de Lego sin terminar en el escritorio. Los ojos de Dani se agrandaron.
“¿Tú… lo conservaste todo?”
La voz de Marcos se quebró. “Me prometí que no cambiaría nada hasta que volvieras a casa”.
El niño cruzó la habitación y lo abrazó—fuerte, desesperado, temblando. Marcos cerró los ojos, sosteniéndolo como si quisiera recuperar cada segundo perdido.
Desde la puerta, Lucía observaba en silencio. Este no era un millonario, ni un magnate. Era un padre, finalmente completo.
Pero en algún lugar de la ciudad, un hombre con chaqueta de cuero seguía libre. Y Marcos sabía—si alguien intentaba llevarse a su hijo de nuevo, tendrían que pasar por él primero.