La esposa regresó de un viaje y encontró una sorpresa bajo la almohada de su marido7 min de lectura

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Hace mucho tiempo, en Madrid, en plena primavera, la primera lluvia de mayo caía suavemente, como las lágrimas de una mujer que acababa de aterrizar tras un mes de trabajo intenso en Barcelona. Lucía arrastraba su maleta por el suelo, con el corazón acelerado. No solo por el éxito del proyecto —aunque eso también la llenaba de orgullo—, sino porque por fin volvía a casa. Con Javier, el hombre que cada noche le susurraba al oído que la amaba antes de dormir.

Lucía abrió la puerta con la huella digital, sintiendo el corazón a punto de saltársele del pecho, como la primera vez que visitó a su novio. La casa de dos plantas estaba en silencio, impregnada del aroma a limpieza reciente. Apenas había dejado la maleta cuando escuchó pasos apresurados bajando las escaleras.

«¡Has vuelto, mi vida!», exclamó Javier, abrazándola como si no la hubiera visto en un año. La apretó con tal fuerza que casi le cortó la respiración, y luego sonrió, radiante: «¡Vamos al dormitorio! ¡Te he echado tanto de menos!».

Lucía rio, acurrucándose en su hombro. El olor de su piel, su respiración agitada, el brillo en sus ojos: todo le transmitía paz. Asintió. «Déjame ducharme antes».

Javier puso cara de niño consentido, pero accedió. Mientras ella se bañaba, él puso música suave y le preparó un zumo de naranja, que dejó en la mesa. Pequeños detalles que para Lucía lo significaban todo.

Esa noche, se abrazaron como si nunca hubieran estado separados. Javier le susurraba dulzuras al oído, y Lucía se sentía afortunada. Sabía que muchas mujeres cargaban solas con el peso del mundo, pero ella tenía a un hombre que la cuidaba y la hacía sentirse amada.

A la mañana siguiente, Javier se levantó temprano para prepararle el desayuno: huevos, pan con tomate y un café con leche bien frío, tal como a ella le gustaba. «Recupérate, cariño», le dijo.

Lucía sonrió, feliz. Quizás decían que los hombres españoles no eran muy románticos, pero su marido era la excepción.

Pero la felicidad, a veces, es como el cristal: transparente, hermosa… y frágil.

Tres días después, Lucía encontró una goma del pelo roja bajo la almohada del dormitorio. No era suya. Nunca usaba ese tipo, y mucho menos de ese color.

La sostuvo entre sus dedos durante un largo instante. No sintió celos rabiosos ni furia, solo una tristeza profunda, como una canción que se desvanece lentamente. Porque las mujeres tienen un sexto sentido. No dijo nada.

Esa noche, mientras reposaba la cabeza en el brazo de Javier, preguntó suavemente: «Durante el tiempo que estuve fuera… ¿vino alguien a nuestra casa?».

Javier respondió sin vacilar: «Solo vino Miguel a pedir prestado el taladro, nadie más».

Lucía asintió en silencio, tratando de mantener el rostro sereno. La sonrisa en sus labios era forzada. Javier no se dio cuenta, o quizá fingió no hacerlo. Siguió abrazándola, contándole historias sobre su trabajo durante aquel mes. Pero esas palabras, que antes llenaban el vacío de la distancia, ahora solo ensanchaban la grieta en su corazón.

Su sexto sentido le decía que algo no encajaba. Una goma del pelo roja. Un envoltorio de caramelos extraño bajo la cama. El gesto nervioso de Javier al recibir un mensaje y dar la vuelta al móvil. Todo formaba un doloroso rompecabezas.

Una noche, Lucía esperó a que Javier se durmiera profundamente. Con manos temblorosas, cogió su teléfono bajo las sábanas. El corazón le latía con fuerza. Revisó llamadas, mensajes, redes sociales. Al principio, nada fuera de lo habitual. Hasta que apareció un chat con un nombre femenino que nunca había oído.

Leyó. Primeras frases inocentes. Luego, palabras cada vez más íntimas. «Te echo tanto de menos». «Te recojo el sábado». «La cena fue perfecta, la próxima será mejor». «Buenas noches, cariño ❤».

El golpe fue brutal. Las fechas coincidían exactamente con las semanas que ella estuvo en Barcelona. La goma roja, los caramelos, su actitud nerviosa… todo cobraba sentido.

Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Lucía miró el rostro dormido de Javier, tan sereno, tan falso. «¿Me has engañado, Javier?», susurró entre sollozos ahogados.

Corrió al baño, se encerró y lloró hasta quedar exhausta. Pero al mirarse en el espejo, entre el rostro demacrado y los ojos rojos, vio algo más: determinación. Ya no era la mujer débil que había descubierto la verdad minutos antes.

A la mañana siguiente, se enfrentó a Javier. Le mostró la goma roja. «Explícame esto».

Él balbuceó nervioso, poniendo excusas: «Debe ser de Miguel… la habrá dejado aquí…». Pero Lucía lo interrumpió con una risa amarga.

«¿Miguel? ¿Un hombre con gomas del pelo rojas? ¿Y también es el que te escribe “Te echo de menos, cariño”? ¿Crees que soy tonta?».

Javier palideció. El silencio fue su confesión. Cuando al fin susurró: «Perdóname… no sé por qué lo hice…», Lucía sintió que su mundo se desmoronaba.

Lo echó de casa. Lloró, se derrumbó, llamó a su mejor amiga en busca de consuelo. La casa, que días antes había sido un refugio cálido, se convirtió en un lugar frío, lleno de recuerdos falsos.

Sentada junto a la ventana, viendo caer la lluvia sobre Madrid, Lucía se preguntó: «¿Cuántas lágrimas más tendré que derramar antes de encontrar paz de nuevo?».

Y en medio de aquel dolor, nació una certeza: la tormenta pasaría, el sol volvería a salir, y ella, aunque rota, aprendería a levantarse. Porque hasta las cicatrices más profundas, un día, se convierten en señales de fortaleza.

Los días siguientes a la marcha de Javier fueron un infierno silencioso. La casa era demasiado grande, demasiado vacía. Cada rincón —el sofá, la mesa del comedor, la cama que aún olía a él— era un recordatorio punzante de la traición. Lucía lloró hasta que se le secaron las lágrimas, dejando solo un vacío helado en el pecho.

Pero en medio de ese dolor insoportable, algo empezó a transformarse dentro de ella. Un pensamiento insistente se repetía: «No puedo permitir que esta traición arruine el resto de mi vida».

La primera semana fue la más dura. Lucía apenas comía ni dormía. Sus amigas se turnaban para visitarla, llevándole comida y distrayéndola. Una de ellas le dijo: «Lucía, nadie merece tus lágrimas. Menos alguien que no te supo valorar».

Esa frase se le quedó grabada. Como una chispa en la oscuridad.

Poco a poco, Lucía empezó a recuperar el control. Se levantaba temprano, se vestía con esmero aunque no tuviera que salir. Llenó la casa de flores frescas, cambió las sábanas y pintó la habitación de otro color. Como si con cada cambio borrara un rastro de Javier.

En el trabajo, se entregó por completo. Sus compañeros admiraban su fuerza, sin imaginar la tormenta que había vivido. Los proyectos le daban un propósito, una razón para levantarse cada mañana. Y cada vez que alguien reconocía su talento, Lucía sentía que recuperaba una parte de sí misma que Javier nunca había logrado destruir.

Tres meses después, era otra.Y cuando por fin dejó de buscar respuestas en el pasado, encontró su libertad en el presente.

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