Durmió en el suelo para salvar a los gemelos, y un millonario lo descubrió7 min de lectura

Compartir:

La mansión Mendoza se alzaba imponente y silenciosa, sus suelos de mármol brillando bajo la tenue luz de los candelabros. Afuera, el viento invernal arañaba los altos ventanales, haciéndolos vibrar con cada ráfaga helada. Dentro, sin embargo, el aire era denso y pesado. Cargado de un calor que se aferraba más a las paredes que a los corazones de quienes vivían allí.

Lucía se ajustó el uniforme verde azulado de sirvienta y se frotó el brazo a través de los finos guantes de limpieza. Su antebrazo aún le escocía, donde un moretón, profundo y violáceo, había empezado a formarse esa misma mañana. Hacía tiempo que había aprendido que los moratones eran más fáciles de ocultar que las palabras dichas fuera de lugar. En la casa de los Mendoza, el silencio era supervivencia.

Llevaba catorce horas de pie, fregando, puliendo, quitando el polvo, pero su trabajo no terminaba ahí. Los gemelos se habían dormido exhaustos después de llorar sin consuelo, y solo Lucía había acudido a calmarlos. Sus llantos habían rasgado el aire durante lo que pareció una eternidad, sin que nadie más apareciera.

Los pequeños, de apenas tres meses, yacían ahora sobre una fina manta blanca extendida en la alfombra, vestidos con monos azules idénticos. Sus diminutos pechos subían y bajaban al unísono, frágiles pero constantes. Sus mejillas, sonrosadas, se tocaban suavemente mientras dormían, buscando calor no en su padre o su familia, sino en la única mujer que se quedaba.

Lucía se arrodilló a su lado, con el cuerpo dolorido y el espíritu agotado. Cuando la contrataron seis meses atrás, le habían dicho que su trabajo era solo la limpieza, pero la realidad no tardó en mostrarse. Las niñeras iban y venían, sin durar más de unas semanas. Cuando se marchaban, nadie las reemplazaba. Era más fácil para los Mendoza cargar a Lucía con el cuidado de los niños que buscar ayuda de verdad.

La madre de los pequeños había desaparecido tras el parto, y sus recuerdos solo se mencionaban en susurros entre el personal, como si pronunciar su nombre pudiera perturbar su paz. Ernesto Mendoza, el padre, era un hombre cuyo nombre infundía respeto en las salas de juntas y cuyas decisiones movían mercados. Pero en su propia casa, era un fantasma. Lucía observó a los gemelos dormir, con el corazón cargado de amor y preocupación.

Esa misma noche, uno había tenido fiebre, con sus diminutos puños apretados por el dolor, mientras el otro gritaba hasta quedarse sin voz. Lucía los había mecido, tarareado y calmado como mejor supo. Ahora sus brazos temblaban del esfuerzo. No se atrevía a dejarlos en la habitación infantil. Estaba demasiado fría, las cunas demasiado duras.

Así que se quedó allí, donde la alfombra conservaba el calor de la lámpara. El agotamiento la consumía. Se tumbó junto a los niños, con la mejilla apoyada en el brazo y la mano enguantada extendida sobre la manta, como protección. Escuchó su suave respiración, prometiéndose a sí misma que no cerraría los ojos. Pero el cansancio la traicionó. Solo un momento, se dijo.

La casa estaba en silencio cuando se abrió la puerta principal. Ernesto Mendoza entró, sus pasos firmes, su traje azul marino impecable, la corbata roja perfectamente anudada. Llevaba un maletín en una mano, mientras con la otra cerraba la puerta con cuidado. Al entrar, se detuvo en seco. Allí, en el salón, estaba su sirvienta, tumbada en la alfombra, la cabeza a centímetros de sus hijos.

Los gemelos dormían en el suelo, sus mejillas rozando la manta. El brazo de Lucía rodeaba el borde de la tela, como un guardián silencioso. Él vio el moretón, tenue pero innegable. Su voz cortó el silencio como un cuchillo. —¿Qué demonios pasa aquí? Lucía se despertó sobresaltada, el pulso acelerado. Se incorporó de golpe, mirando alternativamente entre él y los niños. Uno de los gemelos gimió.

—Te he hecho una pregunta —insistió Ernesto, avanzando—. ¿Por qué están mis hijos en el suelo? ¿Por qué estabas tú aquí? Se detuvo, clavando la mirada en el moratón—. ¿Qué te ha pasado en el brazo? Lucía tragó saliva, su voz apenas un suspiro. —Lloraban. Necesitaban…

—Para eso tienen niñera —espetó él. Pero ella, por primera vez, no retrocedió—. No, no la tienen. Solo estoy yo. Una sombra de duda cruzó su rostro, pero su tono se mantuvo frío—. Hablaremos ahora en mi despacho. Lucía sintió un nudo en el pecho al mirar a los gemelos, inconscientes, tan pequeños y ajenos a todo. Se levantó lentamente, las rodillas entumecidas por tantas horas en el suelo.

Lo siguió. El despacho estaba iluminado solo por el fuego de la chimenea. Las sombras danzaban sobre los rasgos afilados de Ernesto mientras dejaba el maletín sobre la mesa. Su voz fue tajante: —Explica. Las manos de Lucía temblaban, pero sus palabras fueron firmes. —Los gemelos llevan semanas sin cuidados apropiados. La última niñera se fue, y nadie la reemplazó. Yo limpio, cocino y los cuido porque nadie más lo hace. Esta noche uno tuvo fiebre. No podía dejarlo en esa habitación helada. Por eso me quedé con ellos donde hacía más calor.

Él apretó la mandíbula. —¿Y por qué estabas tú ahí tumbada? Lucía sostuvo su mirada. Respiraba con dificultad, pero no cedió. —Porque estoy agotada. Llevo trabajando desde el amanecer. No he comido desde esta mañana. Cuando por fin dejaron de llorar, me quedé cerca por si despertaban. No quería dormirme, pero si tuviera que hacerlo otra vez, lo haría. Se sentían seguros.

Algo cambió en la expresión de Ernesto. La ira se diluyó, reemplazada por algo más pesado. —¿El moretón? —preguntó. Lucía se tocó el brazo instintivamente. —Uno de tus invitados en la cena de la semana pasada. Me empujó cuando pasaba con una bandeja. Caí. Nadie se dio cuenta. Hizo una pausa—. O quizá nadie quiso darse cuenta.

Ernesto se quedó inmóvil. Recordó aquella noche. El champán, las risas, el ruido de los negocios que había llenado la sala. Quizá no lo había visto. O quizá no había mirado. —Deberías habérmelo dicho —murmuró. —¿Habría importado? —su voz se quebró—. Ni siquiera los ves, señor Mendoza. No ves a tus hijos. Solo me tienen a mí. Y yo aquí no soy nadie. Solo la sirvienta.

El fuego crepitó. El silencio se alargó. Ernesto se volvió hacia la ventana, su reflejo pintado por la luz anaranjada, atormentado por el recuerdo de su difunta esposa y los días que había enterrado en el trabajo. Finalmente, dijo: —Quédate aquí. Salió del despacho de golpe. Lucía se quedó paralizada, sin entender. Minutos después, volvió con dos mantitas azules de la habitación infantil. Sin decir nada, se arrodilló —de verdad arrodilló— junto a sus hijos. Con cuidado, arropó sus pequeños cuerpos.

Lucía, al verlo, sintió un nudo en la garganta. Nunca lo había visto inclinarse así, tan bajo, tan tierno. —Son más pequeños de lo que recordaba —susurró Ernesto. Su mano se detuvo sobre sus cabecitas, temblorosa, temerosa de tocarlos. —Te necesitan —dijo Lucía en voz baja—. No solo tu nombre. ÉY así, entre suspiros y miradas cómplices, la mansión Mendoza dejó de ser una cárcel de mármol para convertirse en un hogar lleno de vida.

Leave a Comment