Detuve a una conductora a gran velocidad, pero algo extraño bajo sus pies me sorprendió2 min de lectura

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Hoy fue un día que nunca olvidaré. Mi compañero y yo estábamos patrullando una carretera cerca de Toledo, un tramo recto donde los conductores suelen pisar el acelerador sin pensarlo. Todo parecía normal, demasiado tranquilo incluso, hasta que un coche plateado nos adelantó como si fuéramos invisibles. Miré el radar—150 km/h. Una velocidad absurda bajo el sol de mediodía.

Revisé las matrículas: todo en orden, sin antecedentes. Activo las luces y la sirena, ordenando que se detenga. El coche aminora un instante, pero luego acelera de nuevo. A través del megáfono, mi voz no dejó lugar a dudas:

—¡Alto inmediatamente! Está infringiendo la ley.

Finalmente, el vehículo se detuvo en el arcén. Me acerqué y vi a una mujer joven, de unos treinta años. Su rostro estaba pálido, los ojos desbordados de miedo.

—Señora, ¿sabe cuál es el límite en esta vía? —pregunté con firmeza.

—Sí… lo sé… —balbuceó, casi sin voz.

—Documentación, por favor.

Me incliné hacia la ventanilla y entonces lo vi: un charco a sus pies. No era agua. Era líquido amniótico.

—Señora… ¿ha roto aguas?

—¡Ayuda, por favor! Estoy sola… —gritó, agarrando el volante con fuerza.

No lo pensé dos veces. Informé por radio que llevaba a una embarazada al hospital más cercano—el Gregorio Marañón de Madrid. La trasladamos a nuestro coche y conduje rápido, pero con cuidado. Sus gritos se volvieron más agudos; las contracciones no daban tregua. Le apreté la mano, intentando calmarla, aunque mi pulso también iba a mil.

Llegamos justo a tiempo. El personal ya esperaba en la entrada. Se la llevaron corriendo.

Horas después, regresé al hospital, aún con los nervios a flor de piel. Una enfermera salió a mi encuentro, sonriente:

—Es una niña. Fuerte y sana. La madre está bien.

Estos momentos me recuerdan por qué vale la pena este trabajo. Las normas importan, pero la humanidad lo es todo.

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