La joven expulsada por embarazada que años después regresó para sorprender a todos6 min de lectura

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La joven de 13 años fue echada de su casa por estar embarazada, y años después, regresó para dejar a todos boquiabiertos.

—¿Tienes algo que decir, Sofía? — la voz de Luis retumbó desde la casa, ya cargada de rabia.

Sofía se encogió, incapaz de mirar a su padre a los ojos. La adolescente clavó la vista en el suelo, sus manos temblorosas aferradas al borde de su camisa.

—Desvergonzada —añadió su madre, Isabel, con una mirada fría, sin rastro de compasión.

Es tan joven y ya está embarazada. ¡Dios mío! ¿Cómo puede traer al mundo a alguien así?

—Yo… yo solo quería… —balbuceó Sofía, sin poder contener las lágrimas.

Luis golpeó la mesa con fuerza, haciendo temblar toda la habitación.

—¿Sabes la deshonra que has traído a esta familia? ¿Tienes idea de lo que dirá la gente? ¿Cómo pretendes seguir mostrando la cara por este pueblo?

Isabel lanzó una risa amarga.

—Luis, ¿para qué pierdes el tiempo con ella?

Una chica así no merece quedarse. Debe enfrentar las consecuencias sola.

—No, por favor, mamá, te lo suplico… —Sofía levantó el rostro bañado en lágrimas, pero solo encontró una mirada helada.

—¿Qué haces aún ahí arrodillada? ¡Fuera! —Luis se levantó bruscamente, señalando la puerta.

Sofía sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Retrocedió unos pasos, los ojos desorbitados de miedo.

—No tengo a dónde ir… No sé qué hacer —jadeó.

—Es tu problema. No vuelvas —Luis le dio la espalda como si fuera una extraña.

—Tienes razón, Luis —apoyó Isabel, firme pero llena de desprecio—. Tenerla aquí solo traerá más vergüenza.

Afuera, algunos vecinos murmuraban, mirando la casa con curiosidad malsana. Sus risas y cuchicheos le atravesaban la espalda como puñales.

—¡Vete ya! —rugió Luis, sin un ápice de paciencia.

Sofía giró y salió corriendo, las lágrimas mezclándose con la lluvia que comenzó a caer a cántaros, fría y dura. Caminó sin rumbo por las calles oscuras, los pies pequeños y congelados hundiéndose en el barro.

—¡Lárgate de aquí! Este no es lugar para ti —un hombre de mediana edad, rostro adolorido, le cerró la puerta del abandonado refugio donde Sofía buscó resguardo.

—Solo necesito pasar la noche —rogó, la voz quebrada.

—Aléjate. No quiero problemas —y con un portazo, la dejó a merced del aguacero.

Se arrastró hacia un parque cercano, los bancos fríos su último refugio. A medida que avanzaba la noche, Sofía se encogió sobre sí misma, abrazando su vientre como si protegiera el pequeño destello de vida que crecía dentro.

—Oye, niña, ¡qué haces aquí tan sola! —una voz áspera, seguida de risas burlonas, la sobresaltó.

Sofía se giró y vio tres figuras emergiendo de las sombras, miradas cargadas de malicia.

—¿Qué… qué quieren?

—¿Qué haces aquí a estas horas? Buscamos diversión, y tú nos vienes perfecta —dijo uno, acercándose con una sonrisa retorcida.

Sofía no pudo hablar. Retrocedió.

—No corras. ¿A dónde crees que vas?

Echó a correr, cegada por el miedo. El suelo mojado amenazaba con hacerla caer, pero el instinto de supervivencia la mantuvo en pie. Los pasos se acercaban, ensordecedores. Por suerte, logró esconderse en un callejón estrecho y los perdió. Cayó al suelo, temblando de terror y agotamiento.

—¿Por qué… por qué todos me odian? —sollozó, ahogada por la lluvia.

Aquella noche, Sofía se acurrucó bajo un árbol. La lluvia no tuvo clemencia, el frío se le clavó en los huesos. No supo cuándo se durmió, pero sus sueños la llevaron de vuelta a sus padres, sus miradas llenas de desprecio.

—Sofía, te lo mereces —la voz de Isabel la despertó de golpe.

Al abrir los ojos, el dolor del cuerpo por el frío era insoportable. La fiebre ardía en su frente, los labios pálidos.

—¿Voy a morir aquí? —pensó, llena de terror.

—Niña, ¿qué haces tirada así? —una voz cálida y áspera la sacó de su letargo.

Una silueta se inclinó sobre ella, un paraguas gigante protegiéndolas del agua.

—Yo… yo… —intentó responder, pero las fuerzas la abandonaron.

—No temas, pobrecilla —la mujer la levantó con cuidado—. Yo te ayudaré.

Era una anciana de rostro bondadoso. La llevó a su humilde casa, donde el aroma a pasteles recién horneados llenaba el aire, un contraste brutal con el infierno de fuera.

—Siéntate, te traeré algo caliente —le dijo, señalando una silla.

Por primera vez en días, Sofía sintió un atisbo de humanidad. Pero el dolor en su vientre seguía ahí, recordándole su realidad.

A la mañana siguiente, despertó en una vieja butaca. El olor a pan fresco le revolvió el estómago, que llevaba días vacío.

—Despiertas, cariño. Toma, leche caliente —la anciana, llamada Margarita, le tendió un vaso.

Sofía lo agarró con manos temblorosas.

—Gracias —susurró, sin estar acostumbrada a la bondad.

—No necesito saber qué pasó —dijo Margarita—, pero es obvio que necesitas ayuda. Descansa, hablaremos luego.

Sofía intentó comer, pero las palabras de sus padres resonaban en su mente: *Eres una vergüenza*.

—¿Qué pasa? —preguntó Margarita al ver sus lágrimas.

—No merezco esto. Soy la deshonra de mi familia.

Margarita le tomó las manos.

—Escúchame, nadie merece ser tratado así. Eres una buena chica y mereces vivir.

Con el tiempo, Sofía comenzó a ayudar en la pequeña panadería de Margarita. Aunque los clientes murmuraban, la anciana no toleraba sus comentarios.

—¿Quién es esa niña? —preguntó una mujer maliciosa—. No dejes que arruine tu reputación.

Margarita la miró con firmeza.

—Lo que hago no es asunto tuyo. Si no te gusta, ve a otra parte.

Pero no todos eran iguales. Un día, entró Esteban, dueño de una tienda cercana, conocido por su avaricia.

—Margarita, tenemos que hablar —dijo, lanzando una mirada despectiva a Sofía—. ¿Sabes lo que dicen de ella? La echaron de casa por algo turbio. Tenerla aquí traerá problemas.

Sofía agachó la cabeza, sintiendo cómo cada palabra le desgarraba el alma.

—Esteban, si no tienes nada útil que decir, lárgate —Margarita señaló la puerta—. Esta niña no le ha hecho daño a nadie.

—Pero piensa en tu negocio. ¿Quién comprará aquí si albergas a alguien así?

—¡Fuera! —gritó Margarita, firme.

Pero los rumores se esparcieron. Cada vez que Sofía salía, las miradas de desprecio eran insoportables. Un día, unos jóvenes la rodearon.

—Oye, ¿quién te crees que eres para quedarte aquí? —gruñó CarlosAl final, después de tantos años de dolor y lucha, Sofía entendió que el perdón no era para ellos, sino para liberar su propio corazón, y bajo el techo de la pequeña panadería, rodeada de Margarita, su hija y hasta su madre, encontró la paz que tanto había anhelado.

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